Entre alivio y desesperación, el relato de tres mujeres bajo el régimen talibán en Afganistán
El regreso al poder de los talibanes en agosto terminó con dos décadas de conflicto en Afganistán. Pero aunque el fin de los combates fue un alivio para muchas mujeres, para otras las restricciones impuestas por los fundamentalistas multiplica su desesperación.
La AFP se adentra en la transformación de la vida de las mujeres con el nuevo régimen talibán, a través de tres historias.
- La madre -
En un pueblo ubicado en la ladera de un monte cerca de Kabul, algunos niños corren entre las casas bajas. Ahora que las tropas estadounidenses se han ido, Friba cuenta que goza de una vida tranquila.
"Antes, había aviones en el cielo y bombardeos", recuerda esa madre de tres hijos en Charikar, en la provincia de Parwan.
Para los habitantes de muchas regiones rurales, la victoria de los talibanes y la retirada de las tropas estadounidenses representó el fin de una clase política corrupta y de un sangriento conflicto con decenas de miles de víctimas.
Friba, que como muchos afganos no tiene apellido, perdió a varios familiares durante el conflicto.
"Estamos contentos de que los talibanes hayan tomado el poder y de que haya paz", explica. "Me siento más serena", insiste.
Pero aunque la seguridad ha mejorado, la mujer reconoce que sigue luchando cada día por sobrevivir.
"Pero nada cambió, absolutamente nada. No tenemos dinero", suspira.
Para salir adelante, la familia depende de pequeños trabajos agrícolas y donaciones de comida.
- La estudiante -
Zakia estaba en clase de economía en la universidad privada Kateb el 15 de agosto de 2021 cuando el profesor avisó de que los talibanes estaban ya a las puertas de Kabul.
"Mis manos empezaron a temblar. Saqué mi teléfono del bolso para llamar a mi marido (...) y se cayó varias veces", cuenta.
Desde entonces, Zakia, que estaba en tercer año de estudios en la facultad, no ha regresado a clases.
Pese a que varias universidades privadas y públicas reabrieron en algunas provincias la semana pasada, muchas estudiantes decidieron no volver.
Para Zakia, pagar la matrícula es mucho más difícil ahora ya que los talibanes redujeron de manera drástica el sueldo de su marido funcionario.
Pero lo que realmente le impidió regresar a clase fue el miedo y el pánico de su familia ante los combatientes islamistas. Desde agosto, casi no sale y prefiere quedarse en casa, con su hija pequeña y la familia de su marido.
"Piensan que voy a ser detenida y tal vez golpeada por un talibán", dice Zakia, lo que sería "una terrible vergüenza".
Con 24 años, recuerda con melancolía los años que pasó en la universidad, pese a que la guerra lastró el sistema educativo.
"Comparaba mi situación, el apoyo de mi familia, con la de personas analfabetas que no recibían ninguna educación", recuerda. "Estaba orgullosa, sentía que tenía mucha suerte", explica.
Zakia no abandonó sus sueños. Al igual que cientos de mujeres afganas, recibe una beca de "La Universidad del Pueblo", una organización internacional que ofrece cursos en línea.
Cada semana, se conecta para estudiar gestión de empresas. Las clases la mantienen ocupada, pero no le impiden preocuparse por el futuro, sobre todo el de su hija.
"¿Cómo la educaré en una sociedad así?", se pregunta, inquieta.
- La antigua empresaria -
Cada mañana, Roya solía recorrer el centro de Kabul para enseñar a bordar a decenas de alumnas. Por la noche, confeccionaba vestidos y camisas para la futura tienda que soñaba abrir con sus hijas.
Sus ingresos le permitían pagar las facturas y las matrículas de los estudios de sus niñas.
"Sé coser muy bien, todos los modelos que la gente me pedía, yo sabía hacerlos", explica en su casa de la capital afgana.
"Necesitaba salir a trabajar, ser una mujer fuerte, alimentar a mis hijos y criarlos gracias a mi trabajo de costurera", detalla.
Pero su escuela, financiada con fondos extranjeros, cerró cuando los talibanes entraron en Kabul. Desde entonces, no volvió a ver ninguna de sus alumnas.
Hoy, Roya pasa los días en casa. El hogar depende ahora de los ingresos de su marido, un vigilante que trabaja a medio tiempo por algunos dólares a la semana.
"Me siento impotente", confía. "Tengo tanto miedo que ya ni vamos a la ciudad o al mercado", explica.
Gracias a Artijaan, una empresa que ayuda las artesanas afganas, recibe a veces encargos para confeccionar manteles. Pero en las estanterías de su casa, se amontonan los vestidos y trajes de colores de los que unos meses antes, se sentía tan orgullosa.
"Estoy encerrada en casa, con todas mis esperanzas y sueños", concluye.
G.Lenaerts --JdB